En Rumania a toda costa
Rafael Pisot
 

Primeras impresiones

Desde el primer momento me di cuenta de que la gente era muy abierta, de que sabía bastantes cosas de Espa?a, a pesar de que no existía una estrecha relación entre nuestros pueblos. Muchos hogares tenían televisión por cable, cosa que hacía más fácil la familiarización con otras lenguas y culturas. A primera vista, la gente parecía serena y sonriente: en primer lugar, la gente joven, que poblaba las residencias de estudiantes y el célebre Copou: sólo al hablar con ellos te dabas cuenta de la cantidad de insatisfacciones que guardaban para sí. Me chocó el modo ? absolutamente envidiable ? en que mis estudiantes hablaban espa?ol, pero el asombro no fue menor al enterarme de los sueldos miserables de la gente, hecho que hizo brotar en mí un gran enigma: ?cómo se las arregla aquí la gente? Me gustó el cielo gris pero luminoso de Iaşi en oto?o, el ambiente absolutamente único en comparación con la soleada Salamanca, los edificios antiguos que, en algún momento, acabarán recuperando su esplendor, la imponente universidad y las joyas arquitectónicas de la ciudad.

Hasta las rosquillas del lugar me gustaron y, mientras las roía, se me iban borrando de la mente los momentos pasados en la Gara de Nord, asaltado por imágenes de una terrible misería. Estaba claro que la mayoría de la gente vivía con enormes dificultades e incluso eran muchos los que tenían muchas cosas que contar, obsesionados por la certeza de haber desperdiciado la vida durante el antiguo régimen, de haber sufrido injusticias, hecho que generaba todo tipo de narraciones, tal vez por la necesidad de descargarse ante un extranjero (en Espa?a el pasado no es, en general, uno de los temas de conversación preferidos por los adultos, ni siquiera ante un oyente extranjero al que pudiera interesarle... del pasado se habla cuando alguien pregunta). Asistí a muchos cuasi-monólogos que me permitieron aprender mucho, a pesar de que mi naturaleza escéptica me hacía poner más de una cosa en cuarentena. 

Sentí, desde el primer momento, un gran aprecio por la actividad de los hispanistas rumanos en el ámbito de la traducción: había muchas novelas del mundo hispánico traducidas al rumano, cosa que confirmaba mi impresión de que estaba ante un pueblo abierto (la propia lengua rumana estaba salpicada de cientos de préstamos que ni siquiera se habían adaptado, en los tranvías y autobuses los rótulos estaban, sobre todo, en francés y alemán, cosa alucinante para mí...). Estas impresiones, que siempre surgen cuando penetras en algo desconocido, cuando todavía no estás en la misma onda que los demás, iban dando lugar a algunas conclusiones que, aun así, debían ser comparadas con la percepción de otros espa?oles. Con el tiempo, se fueron diluyendo y el momento (fructífero) de shock acabó pasando. Lo interesante es que ahora, al menos para mí, aquellas impresiones han acabado convirtiéndose en rasgos esenciales de los rumanos, rasgos como la hospitalidad, la apertura y la diversidad. Eso sí, acompa?ados de una constante reflexión sobre su identidad (?quiénes somos?, ?por qué están las cosas como están? ?qué futuro nos espera?), de una falta de confianza en la clase política y de un individualismo muy acentuado. Qué estupendo sería que todo lo bueno se mantuviera y que todos los entuertos se fueran enderezando.

Albergo la esperanza de que Rumanía se convierta en un país de moda en la Europa del 2007 (? los piscis somos muy intuitivos ?), de que la gente y su cultura puedan beneficiarse de un eco más favorable, de que la fama del país adquiera más amplitud: ?de que los rumanos y los extranjeros que habitamos en estos lares podamos decir un día que la hemos liado!

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