Iaşi: 1997-2000 El piso de la universidad se encontraba a las afueras de la ciudad, en un barrio llamado Păcurari, muy cercano a otro de peor fama, bautizado como Păcureţ: de haber sido un profesor alemán o francés, tal vez me hubieran dado un piso más céntrico, aunque la verdad es que esta distancia nunca llegó a molestarme, sobre todo desde que me hice amiguito del autobús 45 y del tranvía del barrio llamado Canta (los rumanos no sólo bailaban, también cantaban...). En la facultad enseguida me dieron una carga lectiva cómoda, de unas catorce horas a la semana, aunque tuve que comprarme una gramática rumana y una guía de conversación porque, aun así, mi horario no me permitía asistir a las clases de rumano para extranjeros. Me las apa?é como pude, con el apoyo constante de la familia Diaconu y de Francisco. Al cabo de algunos meses apareció en el horizonte la familia Mahalu: Loreta era profesora de espa?ol en una escuela cercana y Cristina, su hermana, una auténtica belleza, estudiaba espa?ol e inglés en la universidad. La primera vez que la vi, me caí p´atrás. Nunca había visto a alguien tan hermoso: nos hicimos amigos, empezamos a salir y, al final, acabó robándome el corazón... Enseguida supe que era suyo. En este momento se estaba configurando el segundo elemento crucial de esta historia: además del deseo de irme de Espa?a, me enamoré en Iaşi, hechos que facilitaron enormemente mi adaptación al nuevo medio. El primer a?o pasó: tenía un amor y las estrellas se aliaron a nuestro favor cuando Francisco dio por concluido su periodo de seis a?os como lector oficial. El puesto vacante me correspondió a mí. Fui nombrado ?su sucesor?, empecé a dar clases en condiciones más favorables, había empezado a trabajar en un diccionario espa?ol-rumano de expresiones junto a Loreta y había conocido a un nuevo amigo y futuro colaborador llamado Constantin Teodorovici. Estaba en la gloria, creo que era imposible ser más feliz. En toda historia que se precie hay, sin embargo, un antes y un después: en noviembre de 1999, cuando más a gusto me encontraba, recibí una llamada de nuestro agregado cultural: ?Rafa ? se oyó ? no sé cómo decírtelo, pero la normativa ha cambiado y tu lectorado se ha reducido de seis a tres a?os. Voy a intentar hablar con el ministerio para que no rescindan tu contrato, haz también tú lo que puedas, consigue cartas de apoyo, haremos lo que podamos aunque no creo que hagan excepciones con nadie?.El impacto emocional fue de una enorme dureza y no tardé en sentirme víctima de una suerte adversa: ?por qué tenía que pasarme justamente a mí? Mi compa?ero de piso y amigo del alma, Mauro Barindi, lector también él, pero de italiano, trató de consolarme empleando una expresión que no dejé de oír en los meses siguientes ?no te preocupes, todo se arreglará?. Pero ni los astros, ni la ley estaban de nuestra parte y la amenaza se materializó: a los 27 a?os me veía expulsado de mi verdadero paraíso, de una relación de amor extremadamente plena, debido a la imposibilidad de permanecer con un sueldo de 70 dólares al mes y al lado del nuevo lector que tenía que venir en mi lugar. No me había dado tiempo a hacerme a la idea, a dejar atrás cosas tan esenciales y, sobre todo, a cambiar mi plan de vida. Fue, sin duda, un golpe bajo, pero no podía derrumbarme si quería poner en marcha mi siguiente proyecto: el regreso a Rumanía. Para lograrlo necesitaba, nuevamente, una gran dosis de optimismo, pero también cierta lucidez a la hora de dar los pasos necesarios de cara a conseguir lo único que le daba un sentido a mi vida. |