En Rumania a toda costa
Rafael Pisot
 

Bucarest(2001- hasta el presente)

                Con las disculpas de rigor por el patetismo de las líneas precedentes, voy a tratar a partir de ahora de arreglar la cosa para que no acaben pensando que tama?o lirismo me acompa?a siempre. De cara a sacar algunas conclusiones, tengo que empezar diciendo que trabajar en el Instituto Cervantes es, por la propia naturaleza del trabajo, un auténtico privilegio: no sólo tu vida transcurre entre gente de todo tipo (un profesor tiene una media de trescientos estudiantes al a?o), sino que la pasión, la motivación y la entrega de los estudiantes le dan alas al profesor, reforzando, de alguna manera, su vocación y realimentando, al mismo tiempo, su propio interés y dedicación.Es verdad que son estudiantes, pero no es menos cierto que son también nuestros clientes y el cliente siempre tiene la razón. No podemos decepcionarlos. Contamos con la inmensa fortuna de impartir seminarios en otras ciudades rumanas (Craiova, Constanţa, Timişoara, Cluj-Napoca, Iaşi), así como en otros centros de la red Cervantes (Sofía, Belgrado, Budapest), donde casi siempre nos esperan con los brazos abiertos, y no porque ense?emos maravillas, sino porque, a nivel nacional, la red que forma la lengua espa?ola se limita a un pu?ado de focos: nos hemos convertido en una plantilla sonriente que, vista desde fuera, más bien se parece al mundo bohemio de los artistas, sobre todo por nuestra apuesta por la libertad y la creatividad a la hora de preparar las clases y los seminarios. Sentimos cerca a nuestros estudiantes, nos tuteamos desde el principio, les hacemos llegar los problemas con los que nos confrontamos y las soluciones que proponemos, teniendo siempre en cuenta que somos unos privilegiados gracias a ellos. 

Si nos fijamos un poco en los profesores que dan clases en el extranjero, al margen de su país de origen y del país en el que ense?en, tal vez caigamos en la tentación de considerarlos una especie aparte: exportan la imagen de su país sin vivir en él, suelen tener opiniones poco convencionales (no siempre positivas) sobre el país que los vio nacer, se integran fácilmente en el círculo que gira entorno a la embajada, forman parte de una comunidad que comparte la misma lengua y suele anidar, casi siempre, dos o tres a?os en los países en los que dan clases: el nomadismo y el desenraizamiento son sólo dos de los elementos que configuran su carácter, si bien, en el caso de estos emigrantes favorecidos por la suerte, ambos son rasgos positivos, abiertos hacia un sentimiento de ciudadanía del mundo.

Hay, sin embargo, muchos más rasgos particulares: sus familias son, normalmente, mixtas (surge una nueva lengua en el hogar, que motiva que sus hijos sean bilingües), cada vez que vuelven a su país les llueven las preguntas sobre el país en el que viven y la información que proporcionan tiene más peso que lo relatado por los medios de comunicación: casi sin querer, se convierten en peque?os embajadores de otro país. Si tienen la posibilidad, aprenden el idioma y, paralelamente, llegan a saber algo de la historia, del arte o de la literatura de ese pueblo. Tienden a mantener una mirada lírica de las cosas y de las personas, poesía que desaparece cuando vuelven a su país, donde ven sus lugares natales a través del filtro de una memoria no siempre benevolente. Si se quedan un poco más, llegan a integrarse y acaban conociendo el país que los acogió mucho mejor que muchos nativos, en la misma medida en que desconocen el suyo propio, adonde vuelven para ver a su familia y a los amigos que se quedaron allí.

En las sociedades católicas (donde los jóvenes abandonan el hogar cada vez más tarde, dejando a muchas más madres en pleno complejo del nido vacío), constatar que un hijo tiene su propia vida, lejos de la que tenía en casa, instala a sus padres en todo un proceso de autoanálisis no exento, a veces, de dolor. A menudo son ellos los que se oponen a que sus vástagos tengan su propia vid (que tiene una lógica y un devenir propios) en un intento, en ocasiones desesperado, de no romper definitivamente el cordón umbilical que une a los hijos con sus padres.

El teléfono y los correos electrónicos contrarrestan, en cierta medida, la distancia geográfica, si bien no consuelan a los padres. Al final, son ellos los que acaban haciéndose a la idea, empleando para ello una gran dosis de resignación, circunstancia que instala ciertas gotas de amargura en los hijos que están lejos de casa: puedes superar los recuerdos de tu país, sustituyéndolos incluso por los de tu país de adopción, pero la familia que se quedó allí (y que es sangre de tu sangre) siempre está presente, tanto como la insatisfacción que les provoca no tenerte cerca. Así las cosas,  no es extra?o que a veces brote cierto sentimiento de culpabilidad ante quienes te han traído al mundo y que suele acentuarse con el paso del tiempo. En mi caso, aunque no sólo por este motivo, la comunicación con mis padres es fluida y sustancial: todos los viernes mando un correo electrónico semanal en el que doy cuenta de lo que ha pasado en los últimos días, de manera que lo más representativo acaba siendo recuperado en nuestra conversación telefónica de los lunes. Poco a poco nos hemos ido imponiendo este ritmo que sustituye, parcialmente, a la relación natural que sólo es posible en las dos semanas de vacaciones de verano y en la de navidad, cuando Cristina y yo estamos, físicamente, a su lado.

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