En Rumania a toda costa
Rafael Pisot
 

Desde los 16 a?os, momento en el que decidí estudiar Filología Hispánica, supe que mi vida transcurriría en el extranjero, ya que la otra posibilidad (la de dar clases en secundaria) ni me había llamado la atención hasta el momento, ni me sigue atrayendo en la actualidad. Impulsado por esta idea empecé a estudiar, durante quinto de carrera, la posibilidad de irme al extranjero como colaborador, bien a una escuela, bien a una universidad, considerando que esta última opción era mejor y más prestigiosa. En aquel momento (1995) el internet no era todavía muy popular en Espa?a y los que estaban dispuestos a irse a la aventura no tenían más remedio que conseguir, a través de las embajadas que se encontraban en Madrid, el mayor número posible de direcciones de universidades de distintos países. La posibilidad de acceder a un sistema más fiable y mejor organizado, esto es, partir como lector, era inviable, dado que se exigía la licenciatura en el momento de solicitar el puesto. Para más inri, este obstáculo se veía agravado por el hecho de que el país natal de Cervantes contara ya con muchos lectorados en los países vecinos, así que las opciones de conseguir un contrato en un lugar que ya contara con un lector oficial eran ciertamente remotas. No me quedaba otra que asumir el riesgo de lanzarme a lo desconocido, pensando en acceder, tras el primer a?o, a un puesto de lector.

Con este plan en la cabeza, emprendí el primer paso y las embajadas, lenta pero eficientemente, empezaron a mandarme direcciones de diferentes escuelas, institutos y universidades: después de algunos meses, conseguí un centenar de direcciones y en enero de 1996 mandé las primeras cartas, confiado en recibir alguna respuesta favorable de alguna institución de cara al curso académico 1996-1997. Envié unas veinte cartas a Finlandia (aunque no soy fan de Sibelius, por no hablar de los sofocones que me provoca la sauna), unas diez a Japón, otras cuantas a Chequia, Polonia, Guyana Francesa, Senegal, Camerún y otros países cuyo nombre ya no recuerdo. Mientras esperaba, confiado, alguna se?al de su parte, las elegantes respuestas de rechazo (aún conservo alguna de ellas) no tardaron en llegar al domicilio familiar de Salamanca. Miré a las estrellas y entendí que la suerte estaba de mi lado: quizá tendría que ampliar un poco la lista de países que podían estar interesados en un joven licenciado que ofrecía sus servicios filológicos. Así pues, me puse en contacto con las embajadas de Australia, Hungría, Yugoslavia, Bulgaria, Grecia y, por qué no, me dije, también Rumanía: me quedaba ya poco para acabar la carrera y tenía que tener algo seguro a partir de septiembre.

La misma caravana de cartas que me daba las gracias por el interés manifestado, volvió a cruzar el umbral de la casa,si bien esta vez me podía dar con un canto en los dientes gracias a las tres cartas que dejaban una puerta abierta: la Facultad de Economía de Lodz (Polonia), la Facultad de Pedagogia de České-Budějovice (Chequia) y la Facultad de Letras de Iaşi (Rumanía). Tenia, por fin, de dónde elegir... Cada una de las propuestas era muy diferente en términos de exigencias, trabajo y condiciones económicas. Sin duda la carta más cálida era de la Iaşi, firmada, sorprendentemente, por un espa?ol llamado Francisco que, con cierta crudeza, me hablada de la situación del lugar: ?necesitamos un joven como tú, pero la universidad no puede ofrecerte demasiado: podrías ense?ar lengua y literatura espa?olas, te alojaremos en un piso de la universidad, quizá te podamos echar una mano con la comida, pero el sueldo será de unos 300.000 lei?. Me gustaba su tono, nada oficial ni publicitario, sino más bien preciso, firme, realista y sin promesas en vano. De lo que aquellos leus significan no tenía ni idea y el colmo es que no tenía a quién preguntarle si era una cantidad peque?a o ... muy peque?a, tal y como se deducía de la carta del se?or Francisco. Era el 14 de febrero de 1996: día de los enamorados.

Con el optimismo que me caracteriza cuando no soy pesimista, me puse en contacto, por carta, con las tres facultades y en los cuatro meses siguientes, la situación se aclaró del todo: los checos preferían un lector oficial (vía completamente cerrada para mí) y los polacos, también. Tras semejante alud de cartas, no me quedaba más que una posibilidad, Iaşi, ciudad que en un primer momento no encontré en el mapa (aunque me di cuenta de que había Baile por todas partes, ya que esta palabra, escrita Băile, estaba muy presente en la toponimia del país, dado su significado de Ba?os... con tanto baile por toda su geografía estaba claro que los rumanos se lo pasaban en grande). Ante la ficticia opción de elegir, en junio de 1996 estaba decidido a irme a Iaşi, sobre todo después de que en mi vida apareciera una voz cálida que, en un espa?ol perfecto, me animara a ir a Rumanía: se trataba de Dana Diaconu, la directora del departamento de espa?ol de la Universidad  ?Alexandru Ioan Cuza? de Iaşi.

Atraído, como si de un imán se tratara, por esta carismática voz, hice las maletas y aterricé en Bucarest en el oto?o de 1996. En el aeropuerto me esperaba el lector más vitalista que jamás he conocido (Alberto Madrona, en la actualidad, profesor del Instituto Cervantes de El Cairo, al que me une una sincera amistad), que me compró el billete de tren y me metió, literalmente, en un tren con destino a Iaşi. En el andén me esperaba Dana Diaconu y su hija Diana: también me esperaba champán y una mesa copiosa en la que no faltaba de nada. Estaba en la gloria y confirmaba, por primera vez y en mi propia piel, lo afirmado por el historiador Lucian Boia: ?un occidental tiene todas las posibilidades de sentirse mejor recibido en la capital de Rumanía, rodeado de mucha más atención de la que emplea él mismo con quienes visitan su país?. Sin duda no se trataba únicamente de la capital. Desde el principio descubría, también yo, el verdadero significado del término rumano musafir (invitado).

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